
Colaborador de Comunidades
En los trece años transcurridos desde el atentado contra la sede de la AMIA-DAIA en nuestro país hasta los recientes atentados fallidos en Inglaterra, el terrorismo ha ampliado su impacto global, ha aumentado su grado de letalidad y ha agigantado su nefasta espectacularidad. Los ataques del 11 de septiembre de 2001 marcan un antes y un después en la historia universal del terror, y el prospecto contemporáneo del terrorismo nuclear crea un horizonte, precisamente, aterrador, en lo relativo a amenazas a la paz y a la seguridad mundiales. La mera posibilidad de concebir a la más avanzada tecnología al servicio de un método tan destructivo (hoy en manos de la más retrógrada y fanatizada de las ideologías) nos obliga a reevaluar nuestras premisas más convencionales en lo referente a como lidiar con este agravado y urgente desafío internacional.
Y sin embargo, en tanto que el terrorismo ha crecido y se ha convertido en un problema casi cotidiano, y en tanto que se encuentra empleado hoy en día principalmente por militantes religiosamente tan radicalizados como geopolíticamente ambiciosos, es decir, por fundamentalistas islámicos que aspiran a la renovación global del califato de antaño, en tanto la amenaza aumenta y sus propagadores dan signos de intención y motivación cada vez más alarmantes, el resto de nosotros, las víctimas actuales y potenciales de la ira terrorista islamista, damos crecientemente signos de abatimiento, confusión y titubeo. El hecho de que todavía, ni jurídica ni diplomáticamente se haya podido consensuar una definición única de terrorismo es un lamentable testimonio a la falta de determinación imperante. Ni las Naciones Unidas, ni el Estatuto de Roma creador de la Corte Penal Internacional, ni la Convención Interamericana contra el Terrorismo ni ningún otro foro mundial o institución internacional ha logrado aglutinar un consenso lo suficientemente mayoritario o lo suficientemente sólido como para estipular lo obvio debido a la oposición de naciones subdesarrolladas que por décadas han estado desvirtuando la esencia de una simple verdad: terrorista es todo aquél que ataca de manera deliberada, con finalidades políticas o religiosas, y recurriendo al uso de fuerza letal, a civiles indefensos. La fraudulenta noción de que el terrorista para uno es un luchador por la libertad para otro debería de una buena vez ser descartada; tal como debería ser desechada la igualmente falsa idea de que la pobreza y la desesperación son factores decisivos en la gestación del terrorista moderno. Quienes masacran a civiles indefensos no tienen en mente a la libertad, ni arrojan su vida al Otro Mundo para mejorar la condición material de éste.
Como resultado de todo ello, estamos cada vez más lejos de poder articular una estrategia de defensa coherente frente a la amenaza del terrorismo transnacional. Mientras que los diplomáticos sean incapaces de definir quién es un terrorista, y mientas que los periodistas simulen no saber distinguir a un terrorista de un médico, difícilmente pueda surgir la convicción -y de allí en más la determinación- en las sociedades libres de que combatir y destruir a este mal es, después de todo, posible.