Por Julian Schvindlerman
Colaborador de Comunidades
El siglo XX ha sufrido un mal extremo y ha conocido un bien supremo, al haber sido simultáneamente el siglo del totalitarismo y de la democracia. Fue un siglo de dos guerras mundiales, de matanzas implacables y de genocidios descomunales, del Holocausto y de la internacionalización del terror. Y aún con todos los millones de muertos en sus guerras bestiales, el siglo XX presenció además el asesinato de unas 170 millones de personas en situaciones de no beligerancia; un guarismo aproximadamente cuatro veces superior al número total de muertos en los campos de batalla de todas las guerras ocurridas durante los primeros 88 años del siglo último, según el investigador R.J. Rummel. El 99% de esos asesinatos se produjo en regímenes totalitarios. Así, los más grandes imperios asesinos del siglo pasado han sido la Unión Soviética (mató a 62 millones de personas), la China comunista (mató a 35 millones) y la Alemania nazi (mató a 21 millones).
Estas cifras devastadoras contrastan con la historia de las democracias. El político y poeta sueco Per Ahlmark indicó que en la Primer Guerra Mundial participaron 33 países, 10 de los cuáles eran democracias que no combatieron entre sí. En la Segunda Guerra Mundial participaron 52 naciones, entre ellas 15 democracias que no abrieron fuego unas contra otras. El profesor Rummel ha estudiado a su vez el número de guerras acaecidas desde comienzos del siglo XIX hasta finales del XX y comprobó que hubo 198 guerras entre dictaduras, 155 guerras entre dictaduras y democracias, y ninguna guerra entre democracias. A idénticas conclusiones ha arribado otro investigador, el académico Bruce Russet, quién, luego de analizar todos los conflictos bélicos de los últimos dos siglos advirtió la inexistencia de guerras entre estados democráticos desde 1815 en adelante.
Esto confirma el famoso postulado de Immanuel Kant en el sentido de que las democracias propenden a la paz (interna, en el ámbito social, y externa en las relaciones internacionales) y las dictaduras propenden a la violencia (interna, mediante la represión y externa mediante la contienda bélica). Esta precisa y visionaria observación Kantiana es también apreciable hoy en día, al guiar nuestra mirada hacia el genocidio de Sudán, la guerra civil en Somalía, el desafío nuclear norcoreano e iraní, o ante el fenómeno del terrorismo internacional promovido por movimientos irredentistas apadrinados por estados totalitarios. Los principales agentes de desestabilización global contemporánea son naciones o agrupaciones de extracción totalitaria.
Las sociedades democráticas -las que no han sido sino otra cosa que el desenlace lógico del aprendizaje colectivo del concepto de la tolerancia y de su consecuente institucionalización jurídica- deben ponderar sus nociones de tolerancia en el marco de una realidad de intolerancia. Paradójicamente, las naciones violadoras de los derechos humanos se amparan en el concepto liberador de la tolerancia para justificar sus infracciones. Ellas invocan nociones del respeto a la soberanía nacional y no injerencia externa en asuntos domésticos, o proclaman el derecho al particularismo religioso y reclaman el debido respeto a la diversidad cultural, precisamente para encubrir sus transgresiones. Estas actitudes seriamente pervierten el supuesto de la existencia de un lenguaje común a la humanidad en materia de derechos humanos básicos y libertades individuales fundamentales. La Declaración Universal de los Derechos Humanos presupone la existencia de un común denominador moral entre los hombres y las mujeres del globo. Pero, ¿cómo afirmarla ante quienes izan la bandera del relativismo cultural y religioso para defender sus actos violatorios de esos mismos derechos que se presuponían comunes a toda la humanidad? ¿Debe respetarse la diversidad religiosa y cultural aún cuando bajo su amparo se realicen acciones criminales e inmorales? El activista libertario canadiense Irwin Colter señala una ironía al sugerir que antaño los principios atenientes a las relaciones entre religión y los derechos humanos tenían por fin combatir la intolerancia contra los derechos humanos ejercida en nombre de la religión, más hoy en día enfrentamos la intolerancia del pluralismo religioso, al que se ha llegado en aras de los derechos humanos. A propósito de lo cuál -con lógica demoledora- el filósofo Levy Strauss oportunamente acotó que si todo es relativo, entonces el canibalismo es una cuestión de gustos.
Así vemos que la preservación de los derechos humanos demanda firmeza ante la intolerancia. Las sociedades libres- basadas en la tolerancia- han de reconocer que, en palabras del pintor y ensayista español Antoni Tapies, “es un error creer que la tolerancia es siempre buena y la intolerancia es siempre mala. Pues es evidente que mostrarse intolerante (frente al asesinato, la crueldad, el terrorismo, etc.) será siempre una virtud digna de elogio”. La idea de que la tolerancia va ante todo y por sobre todo sonará reconfortante, pero no deja de ser un cliché peligroso que nos expone a perder aquello que con tanto esfuerzo los libres del mundo supimos conseguir. Hay situaciones que nos exigen que seamos inflexiblemente intolerantes. ¿No fue Voltaire acaso quien dijo que debíamos ser tolerantes con todo menos con la intolerancia? Así como en el pasado ha sido necesario hacer la guerra para defender la paz, un acuciante desafío moral contemporáneo es el de comprender y aceptar que la defensa de la tolerancia requiere una cierta dosis de intransigencia. Solo así podremos darle combate efectivo a la intolerancia y algún día poder -en la elocuente caracterización de Elie Wiesel- “despojarla de la falsa gloria que le confiere su escandalosa ubicuidad”.